Coto de caza




El silencio denso del océano nos envolvía, un manto oscuro y húmedo que contrastaba con la adrenalina que aún palpitaba en nuestras venas. Horas habían transcurrido desde que las explosiones sordas habían sacudido el casco del Varyag, un eco lejano que aún resonaba en la quietud de nuestro mundo de acero. Doce torpedos lanzados, ocho impactos confirmados. Un golpe maestro, directo al corazón del orgullo de la flota rusa del Pacífico.

En la sala de control, la tenue luz roja de los instrumentos iluminaba rostros cansados pero exultantes. La moral era un torrente subterráneo, una mezcla de alivio por haber sobrevivido al lance y euforia por el éxito. El capitán Sato, con su habitual semblante impávido, esbozó una leve sonrisa mientras revisaba los informes. "Buen trabajo, caballeros," murmuró, su voz apenas audible por encima del zumbido constante de los sistemas. "Un golpe certero. Han sentido nuestra mordida."

El sonarista, joven pero con nervios de acero, mantenía sus auriculares pegados, escrutando el silencio acuático. "Nada sospechoso, capitán. Solo el murmullo lejano del mar." Sabíamos que esa calma era temporal. El hundimiento del Varyag no quedaría sin respuesta. La flota rusa enviaría sin duda una jauría de cazadores antisubmarinos, sedientos de venganza.

"Mantenernos en inmersión profunda," ordenó el capitán. "Nivel de alerta dos. Estamos en su patio trasero, y aunque hemos demostrado nuestra valía, no debemos subestimar a nuestro enemigo."

La espera se hizo palpable. Cada tic del reloj parecía amplificarse en el espacio confinado. Algunos tripulantes aprovechaban para descansar en sus literas, otros repasaban los procedimientos o simplemente contemplaban el vacío a través de las ventanas de los torpedos restantes. La tensión era un hilo invisible que nos conectaba a todos.

Sabíamos que habíamos gastado una parte considerable de nuestra munición. Nos quedaban reservas, suficientes para un enfrentamiento más, quizás dos si la suerte nos acompañaba. No malgastaríamos ni un solo proyectil en buques mercantes. Nuestro objetivo eran los colosos de acero, los dientes de la flota rusa.

La idea de acechar a los cazadores nos mantenía alerta. Ser la presa que se convierte en cazador era un juego peligroso, pero la adrenalina de la victoria reciente aún nos impulsaba. Estábamos preparados para el rugido de las hélices enemigas, para el ping agudo de sus sonares intentando perforar nuestra invisibilidad.

El mar seguía en silencio, pero sabíamos que bajo la superficie, la furia rusa se estaba organizando. Estábamos agazapados en la oscuridad, un depredador paciente esperando su próxima oportunidad. El Mar de Japón se había convertido en nuestro coto de caza, y estábamos listos para reclamar otra presa si se presentaba la ocasión.

La cacería no había terminado.


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