Que comience la revolución
Una humareda acre y rojiza se alzaba sobre las ruinas de la factoría de desguace de 'Kaptura del Kamino'. El aire olía a aceite quemado, metal fundido y la dulzona y enfermiza esencia de la sangre Orka.
Lenin, un Gretchin delgado con pantalones negros holgados y guantes rojos manchados de grasa, se agazapó tras una pila de chatarra humeante. En su pequeñas manos, un stubgun oxidado parecía casi tan grande como él. A su alrededor, el suelo estaba sembrado de lo que habían sido sus congéneres y su antiguo Capataz Orko, Kruncha, ahora un bulto destripado y humeante.
Los humanos habían pasado como un rodillo, y Kruncha, el gran y ruidoso Orko que se suponía que debía protegerlos, no había hecho más que gritar un último ¡WAAAGH! antes de convertirse en carne picada verde.
Lenin sintió un nudo en su pequeño estómago. Su mirada recorrió el cráter cercano, la tierra removida. La desesperación se instaló en su pecho. Stalin, su Garrapatos Saltador favorito, había desaparecido. No había rastro de su pelaje amarillo y negro. Un pequeño gruñido de dolor, un chillido de roedor, se escapó de sus labios.
"¡Porque seguir a los Orkos si no han sido capaces de defender a su pueblo!"
Ese pensamiento lo golpeó. Los Orkos eran grandes, fuertes, gritaban mucho y daban patadas. Pero cuando los humanos habían llegado, ¿qué había pasado? Habían muerto. Kruncha estaba muerto. Muchos Gretchins muertos. Y lo que era peor, su Garrapato, su amado y leal Stalin, se había ido. Si la fuerza de los Orkos no podía salvar a su gente, ¿para qué servía?
Lenin se irguió, su pequeño stubgun apuntando al cielo plomizo. Se giró hacia los Gretchins supervivientes, acurrucados y temblando. Solo uno, un Gretchin con gafas de aviador rotas y más sucio de lo normal, de nombre Kmarx, levantó la vista.
"¡Oídme, Gitz!", siseó Lenin, su voz rompiendo el silencio. "Kruncha ha muerto. Nuestro Capataz ha muerto. Los Orkos se preocupan solo de pelear por ellos mismos. ¿Nos han protegido? No."
Señaló el cadáver del Orko. "Este Orko inútil nos ha fallado. Y no hay razón para que nos fallen de nuevo."
Kmarx, quien hasta entonces había mantenido la cabeza gacha, asintió vigorosamente. "¡Es verdad! ¡Nosotros somos más que solo 'Gitz' para machacar! ¡Necesitamos ser más que eso!"
Lenin miró a Kmarx, el único que parecía entender. "No necesitamos Orkos para decirnos a quién golpear", le gritó. "Somos muchos. Somos listos. Y estamos hartos de servir a quien no puede defendernos. Ahora, cavad y buscad más armas, Kmarx. Ya no lucharemos por el WAAAGH de otro. Lucharemos por el nuestro. El Komité Gretchin ha abierto su sesión."
El terror se mezcló con una chispa peligrosa en los ojos de Kmarx. La humareda seguía subiendo, pero bajo ella, una nueva y diminuta llama se había encendido en el corazón del imperio Orko: la llama de la revolución.


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